A lo largo del año, hemos vivido importantes acontecimientos geopolíticos y financieros cuya influencia en el comportamiento de los inversores particulares —y, sobre todo, en el conjunto de los mercados— conviene analizar y evaluar.
A principios del 2023, los observadores se lamentaban de que la guerra en Ucrania, que pronto cumplirá su segundo año, se alargase. El salvaje ataque de Rusia hacia su vecino occidental, que Vladimir Putin justificaba con una lógica perversa, quebrantaba todas las reglas internacionales, además de otros acuerdos vinculantes, y gran parte del planeta reaccionó ante la noticia como cabría esperar de tal atrocidad. Hubo, no obstante, una minoría con un conocimiento limitado de la historia y la geografía que se dejó engañar por los argumentos del presidente ruso, que entretanto usó las materias primas bajo su control como arma para incrementar las tensiones. La consiguiente explosión de los precios del petróleo y otros productos básicos esenciales se tradujo un aumento galopante de la inflación a escala mundial, que, como era de esperar, repercutiría negativamente sobre los mercados de bonos, divisas y acciones. Este desafortunado cúmulo de circunstancias coincidió con la retirada de las medidas de flexibilización monetaria de los principales bancos centrales del planeta, allanando el terreno para que las tires de la renta fija se dispararan hasta niveles no vistos en años y los precios de las acciones cayeran en territorio bajista, para desgracia de los inversores.
Fue un claro y doloroso recordatorio de la influencia que la geopolítica —en la que las superpotencias, el petróleo y otras materias primas juegan un papel decisivo— puede tener en los mercados financieros. Sin embargo, después de la primera explosión de las tires, nos preguntamos qué nivel sería aceptable para que los compradores marginales se decidiesen a entrar, visto que los bancos centrales habían pasado a un segundo plano y adoptado un rol pasivo. En el mercado de deuda pública estadounidense, por ejemplo, los inversores de países extranjeros como China y Japón, entre otros, formaron el principal grupo de compradores marginales, mientras que en el segundo, menos importante, figuraban varias entidades estadounidenses, como fondos de pensiones y aseguradoras de vida. Sea como fuere, y en contra de lo que habían pronosticado muchos observadores entre los que me incluyo, la búsqueda de rentabilidades no atrajo a los compradores indecisos (lo que demuestra que el mercado es como una goma elástica, que puede estirarse hasta niveles insospechados antes de romperse). Si no aprendimos esto del panorama posterior a la expansión cuantitativa, tendríamos que hacerlo ahora y recordarlo en el futuro.
A medida que el invierno daba paso a la primavera, en EE. UU. se gestaba una nueva crisis bancaria que se manifestaría con la quiebra de Silicon Valley Bank (SVB), una entidad con sede en California dedicada a financiar start-ups tecnológicas. El trasfondo del problema no era otro que el clásico riesgo de un modelo bancario basado en la reinversión a largo plazo de capital obtenido a través de préstamos a corto plazo. En este caso, los vencimientos inmediatos consistían en depósitos de bancos minoristas, y los activos de mayor duración eran títulos del Tesoro estadounidense, considerados libres de riesgo. Por tanto, la explosión de las tires a largo plazo obligó al banco a reducir el valor en libros de sus posiciones en bonos, con enormes pérdidas que la Federal Deposit Insurance Corporation estimó en nada menos que 20 000 millones de dólares (por no mencionar los daños que su caída ocasionó a otras entidades locales de la región). A la velocidad a la que se transmite la información en el mundo actual, unido por las redes sociales, las personas con depósitos en SVB no tardaron en enterarse de los problemas del banco y, una tras otra, se apresuraron a retirar su dinero con apenas un par de toques en sus aplicaciones, lo que resultó en un gran volumen de salidas y agravó la crisis.
Mientras otros bancos de la región corrían suertes similares, los temblores se propagaron por los mercados de todo el mundo hasta culminar en la desaparición de Credit Suisse, la más venerable de las instituciones bancarias suizas. En este caso, en cambio, la debacle no se debió a una falta de capital en el balance de entidad, sino a una combinación de mala gestión, escándalos históricos y rumores que, también en esta ocasión, se difundieron en las redes sociales y llevaron a que los inversores cancelaran precipitadamente sus depósitos.
La posterior adquisición de Credit Suisse por UBS supuso el nacimiento de un megabanco cuyo balance resultante es superior al producto nacional bruto de Suiza, aunque para saber si la operación fue un éxito o un fracaso tendremos que esperar muchos años. Durante todo este tiempo, la principal preocupación de los inversores fue que la crisis bancaria se propagase por los mercados mundiales saltando de un banco a otro. Súbitamente, todos recordaban la crisis financiera mundial de 2008, y con razón.
Sin embargo, la situación no se ha repetido. Más bien al contrario. Justo cuando la inflación alcanzaba máximos en varios años por todo el mundo y los observadores auguraban nuevas alzas de precios, un encarecimiento del coste de la vida y la persistencia de los mercados bajistas, lo cierto es que ya estaba empezando a remitir. Pese a que tanto los analistas de los medios de comunicación (siempre pesimistas) como los inversores particulares tardaron en reconocer este cambio crucial, el conjunto del mercado sí supo ver las señales, como de costumbre.
Tras el verano llegó el otoño, y mientras la guerra de Ucrania se estancaba sin que la balanza se inclinase visiblemente hacia ninguno de los bandos, un atentado terrorista de Hamás en Israel volvió a coger por sorpresa a la política internacional. De nuevo, hubo quienes se apresuraron a predecir que el precio del petróleo subiría inevitablemente hasta romper la barrera de los 150 dólares por barril alcanzada en momentos críticos de la historia reciente. Teniendo en cuenta que los atentados y la respuesta de Israel coincidían con la decisión de la OPEP+ de reducir la producción de crudo, el pronóstico no podía ser más claro. Pero, como sucede tan a menudo en estos casos, la realidad fue muy distinta, una vez más.
Lo que sí es reseñable es lo que aconteció en los mercados de renta fija estadounidenses durante los meses de octubre y noviembre. El enorme aumento del endeudamiento y de los déficits presupuestarios —cortesía del presidente Biden— llevaron a muchos a predecir una avalancha de nuevas emisiones de bonos gubernamentales que se toparía con un rechazo de los compradores, ya que los inversores en renta fija permanecían cómodamente en los márgenes a la espera de que las tires siguieran subiendo. Cuando efectivamente subieron, las valoraciones de las acciones y los bonos cayeron estrepitosamente. El desplome fue particularmente visible en las cotizaciones de activos de larga duración como las empresas quality growth, a las que afectó con independencia de la salud de sus actividades subyacentes. Pero, mientras las tires de los bonos del Tesoro estadounidense a 10 años superaban la crítica barrera del 5 % y no se dejaba de repetir que los tipos de interés seguirían «más altos durante más tiempo», había quienes opinaban que los mercados de bonos ya estaban haciendo el trabajo de los bancos centrales, poniendo en duda la necesidad de nuevas subidas de tipos.
Noviembre fue pasando y el discurso cambió radicalmente: de pronto, los inversores reconocían la desinflación, propiciada por la entrada de China en deflación. Tratándose de la segunda economía mundial, no era algo que debiese subestimarse, y lo cierto es que sus efectos son ahora evidentes.
Como por arte de magia, la nueva realidad se tradujo en un repentino desplome de las tires de la renta fija; aunque este fenómeno de caída drástica tras un gran repunte de un mes a otro merece un análisis pormenorizado en el que nos centraremos otro día. Al mismo tiempo, la Reserva Federal dio todas las señales de que, ahora sí, podía comenzar a bajar los tipos.
En este contexto, llegó el tradicional repunte navideño en las acciones y los bonos, pese a que el horror en Israel, Gaza y Ucrania seguía recrudeciéndose y a que, en el momento en que escribo este artículo, no se atisba el final de los conflictos.
Tras un año como este, puede que los inversores dispuestos a escuchar a los mercados financieros hayan aprendido que la mayor influencia en las bolsas son los precios de los bonos y que en estos, a su vez, lo determinante son los precios vigente y previsto del dinero.
Y, para terminar, otra importante lección: en ausencia de peligros reales de origen geopolítico para los flujos del comercio mundial y la liquidez financiera, los tipos de interés tienen siempre la última palabra.
P. Seilern
26 de diciembre de 2023
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